Tuve la inmensa suerte de crecer en las calles del Callao, cruzar sus jirones con el viento frÃo del mar de Grau golpeándome la cara, descubrir las primeras polladas que recién se atisbaban por aquellas pistas destartaladas y que se ponderaban entre el humo del pollo frito y aquel otro humo tóxico que lanzaban los callejones desde las bocas de tantos fumadores, tuve la suerte de vivir entre los siete y trece años por sus calzadas derrumbadas que chocaban fuertemente con el gol de una pierna enojada, con el grito de la juventud que se alucinaban entre los autos viejos como una vuelta olÃmpica en el Carbajo, con el correr de algún mozalbete que raudo se perdÃa con la manos lleno de lo